La palabra «matrimonio» proviene del latín matrimonium, que a su vez viene de mater, que significa «madre», y el sufijo -monium, que significa «condición» o «estado», es decir, la condición de ser madre.
La Iglesia Católica nos enseña que el matrimonio es la representación de la unión de Cristo con la Iglesia. Es una alianza permanente e indisoluble entre un hombre y una mujer que se comprometen al bien de los cónyuges y procrear y educar a sus hijos. Al ser éste elevado a Sacramento por Cristo, se convierte en un misterio o una verdad oculta de Dios que debemos descubrir. Por lo tanto, en la convivencia diaria de los esposos, descubrimos el Amor incondicional de Dios y la vocación a la que fuimos llamados para formar una familia.

En el numeral 88 de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia dice “El fin unitivo del matrimonio es una llamada constante a acrecentar y profundizar este amor. En su unión de amor, los esposos experimentan la belleza de la paternidad y la maternidad, comparten proyectos y fatigas, deseos y aficiones, aprenden a cuidarse el uno al otro y a perdonarse mutuamente. En este amor celebran sus momentos felices y se apoyan en sus episodios difíciles de la vida. La belleza del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida que nace y el cuidado amoroso de todos sus miembros desde los pequeños a los ancianos, son solo algunos de los frutos que hacen única e insustituible la respuesta a la vocación de la familia tanto para la iglesia como para la sociedad entera” (Amoris Laetitia, 2016).
Por lo tanto, el matrimonio es el sacramento que Dios ha instituido para que un hombre, una mujer logren su felicidad terrenal y eterna, apoyándose el uno al otro, aceptando con caridad los errores de cada uno, y trabajar en ellos para ser cada día mejores tomados íntimamente de la mano de Dios, mediante la directa comunión con Él.